El reloj marcó la media noche y ella permanecía allí, tirada sobre la yerba mojada bajo el mantel estrellado del cielo, los labios púrpuras, la piel de gallina y la única esperanza que le quedaba rota. Es que lo había estado esperando desde que partió mar adentro, pero no había regresado como lo había prometido y ella lo esperaba siempre allí, recordando sus palabras:
“No importa la demora, el tiempo no es un obstáculo, llevo una brújula en mi corazón que me señalará el camino que me guíe hacía ti. Mi único amor, sólo espera…” Pero el sufrimiento era tal que no le permitió esperar ni un momento más, entonces tomó fuerzas, levantó su espalda de la tierra húmeda y tomó una piedra. La agarró firmemente y la rompió contra una roca más grande, tomó un pedazo punzante y de un sólo intento cortó sus muñecas.
De sus venas brotó abundante sangre durante largos minutos, sus ojos se le cerraban esperando dormir por siempre para finalizar con la tortura, pero de la nada apareció entre la oscuridad una silueta y de una voz extrañamente familiar un gemido de dolor y sufrimiento.
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