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sábado, 5 de junio de 2010

Mi vida normal, Novelas de Amor



I.

Mi vida transcurre como la cosa más normal del mundo ¿Sabe usted?, tengo una familia preciosa y mi día se pasa muy rápido entre planchar las camisas de mi marido, traer y llevar a los niños a la escuela y a sus clases de pintura y natación, limpiar la casa, hacer la comida, remendar un calcetín roto, entre otras labores.



Mi esposo es el director de un banco importante. Vivimos bien, pero sin mucho lujo. Cada semana me da dinero para poder comprar la despensa, ir a mis compromisos sociales que no pasan de algún “baby shower” o un café con alguna amiga de la clase de yoga.



Siempre quise estudiar fotografía, pero como me casé joven, no puede concretar mi sueño.



A veces cuando llevo al parque a mis hijos, tomo fotografías mentales del globero, del payasito, del señor que pasea a su perro o la mujer que todos los días da varias vueltas corriendo alrededor para mantenerse en forma.



De hecho, tengo algunos rollos viejos que nunca revelé. Fotografías de catedrales, de iglesias antiguas.



Soy definitivamente una buena cristiana, he enseñado a mis hijos la religión católica y no hay domingo que no vayamos a misa.



A veces mi marido no va por quedarse en la casa a descansar, tomar una cerveza y ver un partido de fútbol.



No entiendo por qué no tiene amigos con quien salir, pero a la vez no le reclamo, porque así tiene tiempo de convivir con sus hijos y de atenderme.



Bueno, no siempre me atiende porque por lo general está cansado y se inventa cosas para salir de la casa por las noches. Creo que tiene una amante o algo así, pero aunque tenga sus capillitas yo soy la catedral. Así que no me preocupo.



II.

El día comienza con una lloradera por parte de mis hijos que como siempre no quieren ir a la escuela. El mayorcito ya cumplió los 8 años y el chiquito tiene 5. Pobrecito, tan indefenso y enfermizo que me da pena. En ocasiones, le doy permiso de que se quede en la casa, de pasada me hace compañía.



Si está lloviendo, llora todo el día como si su alma pequeñita estuviera perdida por ahí.



Yo lo consuelo y acaricio sus cabellos hasta que se vuelve a quedar dormido y cuando despierta se llena de felicidad al ver que su mamá ya le preparó, chocolate con bombones.



Toda la mañana hago la comida, me arreglo y trato de ponerme bonita para cuando mi marido llegue.



Aunque por lo general me llama y me dice que tiene alguna comida de negocios. Esas capillitas. En fin, no le doy importancia porque al menos tengo un techo, dinero y alguien que le dio el apellido a mis dos retoñitos.



Después de comer con el pequeño Felipito, lo visto y me voy por el mayor a la escuela, Alberto, como su papá. Tengo que recogerlo y llevar a sus clases de pintura. Yo creo que va a ser artista o algo así porque tiene alma de poeta. Seguramente su gusto por el arte lo sacó de mí.



Por ejemplo, disfruto mucho de la lectura, aunque nunca tengo tiempo de leer nada más que alguna revista de modas. Su papá insiste en que lo mejor es meterlo al béisbol o al karate, según él, para que se forje carácter.



En la tarde hablo con alguna amiga y a veces concreto una cita para ir a algún restaurante, visitamos a otra amiga enferma o simplemente chismeamos sobre los vecinos.



Qué si la señora Pérez tiene muy mal carácter, qué si María se reencontró con Manuel después de tantos años, qué si el hijo de Concha Rodríguez anda en malos pasos, que si el esposo de María Magdalena tenía una amante y que si ella los había descubierto en plena acción, en fin, cosas cotidianas.



Cuando es el momento, voy por Albertito a sus clases y llego a la casa preocupada por ponerme bonita otra vez y por hacer una cena deliciosa para ver sí ahora si mi marido llega a comer.



La cena transcurre en el más absoluto de los silencios porque así acostumbraron a Alberto, así que es muy severo con los niños y no los deja casi ni respirar cuando estamos en este momento tan especial del día.



Después de la cena, se encierra en el cuarto de televisión y yo arropo a los niños y los hago que digan su oración al Ángel de la Guarda, hago que se laven los dientes y desdoblen sus pijamas limpias y almidonadas. Normalmente voy donde mi marido, vemos televisión un rato, un noticiero o algo así, y después nos vamos a acostar.



Hay ocasiones en que mi marido esta muy inquieto, con eso me doy cuenta qué es lo que quiere, hoy no vio a sus capillitas, por lo tanto tengo que servir como esposa y cumplir mis obligaciones. No está nada mal.



Solo que no puedo evitar, la mayoría de las veces, quedarme suspendida viendo el techo, distraída y viajando, aunque nunca haya ido a ninguna parte y no conozca más allá de la colonia donde siempre viví y ahora vivo con mi familia.



El día siguiente, tal vez sea igual.



Así han pasado doce largos años. Tiempo que tenemos de casados Alberto y yo. Ninguna novedad, salvo un recital de los niños o la plática sobre la hija de una vecina que salió embarazada antes de casarse.



III.

Cuando me miré al espejo esa mañana me di cuenta de lo bonita que era. Ya no era la misma de cuando fui novia de Alberto, pero aun tenía buen cuerpo y era joven, muy joven.



Me quedé sola en casa, los niños en la escuela, mi marido en el trabajo y yo... no sé. Me sentía rara.



Me imaginé a mi misma con un hueco en el pecho y en la mente, y traté de llenarlo con algunas labores de costura, pero no ocurrió nada. Me fui a la clase de yoga y tampoco pasó nada.



Me corría por el cuerpo como una electricidad, como una mezcla de salado y dulce, de aburrimiento y abatimiento, de tristeza y creo que soledad.



Tomé un libro y empecé a leer, pero cuando terminaba una página, me sentía más sola y triste y tuve que regresarme muchas veces en un mismo párrafo porque no entendía.



Tenía la sensación de que con cada palabra mi alma salía del cuerpo y no ponía atención a las letras. Fue una lucha constante.



Sin darme cuenta, tenía las hojas del libro empapadas de lágrimas. Sentía como el tiempo se detenía. De repente tocaron el timbre. Era una vecina que traía a mis hijos, Felipe y Alberto.



Habían pasado varias horas y olvide que tenía que recogerlos en la escuela.



Cuando ella había llegado por su hijo, los vio jugando en el patio del Colegio y los llevó a mi casa. ¡Qué descuido! Ahora ya no era una buena madre y si Alberto se enteraba me iba a regañar y sabe Dios que otras cosas.



Me iba a llamar “distraída”, “mala madre”, “¿en qué estabas pensando?”, “¿qué no te importan tus hijos?”, “es tu única obligación en la vida y no la cumples”. Que triste pensar esto, realmente era mi única obligación en la vida. Eso me había enseñado mi madre y siempre le creí.





IV.

Cuando Alberto y yo nos casamos, no me sentí como una novia cualquiera que está esperando ansiosamente el día de su boda.



No sentí mariposas en el estómago, ni el nudo en la garganta, ni se me corrió el maquillaje por lágrimas o emoción. Se me hizo un día de lo más normal y creía que así estaba bien.



Nunca nos fuimos de luna de miel, no había dinero entonces, por lo tanto después de la boda nos fuimos a nuestra nueva casa y no pasó nada de lo que debe pasar en una noche de bodas.



No hubo velas, ni flores, ni pétalos sobre la cama, sino un nuevo marido, una nueva responsabilidad para cuidar y alguien que estaba demasiado cansado para cumplir con sus nuevas obligaciones, así que nos dormimos hasta muy entrada la mañana del día siguiente.



Después de varias semanas, por fin se consumó el matrimonio, muy sin pasar los límites tradicionales.



Pero yo pensaba que mi vida era normal.



Alberto evitaba a toda costa estar en intimidad conmigo, es por eso que tardamos cuatro años en encargar a Alberto Jr. y esperamos tres más para tener a Felipito.



Pero, seguía pensando que todo estaba bien.



V.

Mi suegra era una mujer de armas tomar. Alberto era su hijo mayor y como era viuda, cargaba todas sus frustraciones sobre él.



Cada fin de semana estaba en la casa “dizque” de visita y se quedaba con nosotros de viernes a domingo.



Casi nunca pudimos salir como pareja.



A pesar de que su madre estaba en la casa, no quería quedarse con los niños y no creo que a mis hijos les gustara mucho la idea de quedarse con su abuela tanto tiempo.



Ella decía que había criado a muchos bebés y que no tenía la obligación de atenderlos, más bien tenía el derecho de que la atendiéramos a ella.



Mi madre es otra historia, a la pobre la casaron a la fuerza.



Tuvo un novio en su juventud temprana, pero sus padres no la apoyaron porque querían a alguien de más edad y madurez y no por ser mal pensada, pero con más dinero.



Así conoció a mi padre en una reunión familiar, sólo para enterarse que él iba a ser su marido.



Yo fui la mas pequeña de mi casa.



Tuve ni más ni menos que once hermanos. Siempre fue como una fiesta, todos eran muy alegres, pero como mi padre le llevaba muchos años a mi madre cada vez que podía nos hacían callar.



Así que entre reprimendas y tratando de ser feliz me fui criando, siempre dependiente de mis hermanos mayores, siempre siendo como la cenicienta del cuento.



Por eso, cuando me casé, pensé que las cosas iban a cambiar, que iba ser dueña de mi casa, de una fortaleza donde yo iba a ser la señora y soberana. Pero me di cuenta que la cosa no era así, sin embargo lo tomé como lo más normal del mundo.



VI.

El hueco de mi pecho se abría más y le oculté como pude a mi marido lo mal que había obrado al olvidarme de mis hijos. Mi única vida, mi única obligación dejar a los pobrecitos olvidados en el Colegio.



La siguiente mañana no me pude levantar, Alberto tuvo que vestir a los niños y llevarlos a la escuela.



Durante la mañana me habló dos veces para preguntarme si me sentía bien y yo mentí. Le dije que me sentía agripada y era todo, con tanta lluvia era muy normal y muy creíble.



Ese día no me bañé, no me arreglé, no hice la comida, me quedé acostada hasta que llegaron los niños y mi marido.



Alberto me reprimió por no haberlos llevado a su clase de pintura y de natación y me recomendó ir con el doctor al siguiente día, me dio dinero y me dijo que consultara en la mañana.



Pero no lo hice.



Me sentía tan triste y no sabía la razón que me fui manejando a un centro comercial para que se pasara la mañana. Mi marido mandó a los niños a casa de mis padres para que yo me recuperara ese fin de semana.



Me encontraba delante de un montón de tiendas elegantes y con el dinero del doctor me compré un hermoso vestido azul, los zapatos y la bolsa que le hacían juego.



Me sentí un poco culpable, pero la vendedora me dijo que me veía espectacular y no podía esperar para recibir la aprobación de Alberto cuando me viera el atuendo esa noche.



Igual hasta me invitaba a cenar fuera de casa aprovechando que los niños no estaban.



Pero otra vez las capillitas. Alberto me habló por teléfono para decirme que se iba de viaje todo el fin de semana por “su trabajo”.



Me recomendó que me quedara en cama y me preguntó como me había ido con el médico.



Muy bien mi amor, con un poco de descanso y con unas medicinas que me recetó voy a quedar como nueva. Mas te vale, el lunes no quiero que descuides a los niños ni tus obligaciones. Claro que no Beto, estaré bien y el lunes te haré tu comida favorita. Es lo mínimo que espero. Te amo. Esta bien... adiós.



Me mire al espejo con mi vestido azul y los zapatos y bolso que hacían juego. Era temprano, tomé la camioneta y salí sin rumbo fijo con el hueco en el pecho tan grande que si no hubiera traído ropa, se podría ver a través de mí.



Manejé por horas por el centro de la ciudad, por las calles solitarias y transitadas... y nada.



Cuando estuve a punto de regresar a mi casa, después de rentar unas películas, vi un lugar en una esquina que parecía un café o algo así.



Me estacioné y me quedé en el auto por unos minutos. No era posible tener la idea de ir a un café o bar o lo que sea… sola, sin una amiga, sin mi marido, sin su aprobación. Volví a encender la camioneta y huí de ahí.



Mis pensamientos estaban confusos a la mañana siguiente.



VII.

Mi cabeza estaba a punto de estallar, mi vestido tirado en el piso, mi cabello oliendo a cigarrillo y todo mi cuerpo llorando una sustancia amargosa de un sabor a ocre.



Sentí mi cara hinchada, mi estómago inflamado.



A pesar de ello, no entendía porque tenía esa sensación de libertad y felicidad que me asustaba porque simplemente nunca la había experimentado.



Estiré los brazos y las piernas lo más que pude, me ahogué en un bostezo de satisfacción y me percaté que estaba desnuda.



Pude sentir como mi cuerpo rozaba suavemente las sábanas frescas, impregnadas por suavizante de telas.



Era osado, casi pecaminoso. No traía ropa interior y la libertad se desbordaba por los dobleces de mi cama.



Miré el techo como tantas veces lo hice, pero esta vez ya ni siquiera recordaba que tenía una pequeña grieta y que una humedad lo había manchado. Creo que había pasado mucho tiempo desde que vi ese techo bendito que tanta veces me había cobijado.



Me levante curiosa para verme en el espejo que tengo detrás de mi puerta. ¡Dios! Vaya que era bella. Solo tenía 34 años, tan joven y tan vieja. Tan desgastada, pero graciosa.



Recogí con paciencia la ropa tirada, las medias, los zapatos azules y la bolsa que estaban regados por toda la recámara.



Entonces me percaté por primera vez que no estaba sola.



VIII.

Ahí estaba él. Formando una curiosa montaña en mi cama, del lado derecho donde Alberto dormía. Me estaba dando la espalda y de frente a una ventana. Podía ver su espalda descubierta llena de vello y de lunares. Esa no se parecía a la espalda de mi marido. ¡Dios mío! ¿Qué he hecho?...



Cuando decidí regresar al bar la tarde anterior, me percaté que muchas miradas se despertaron al momento que crucé la puerta.



Era algo halagador, pero inquietante a la vez.



Me acercaría a la barra y le diría al cantinero que esperaba a mi marido así no se vería tan mal y me daría a respetar como toda una señora casada que soy.



El cantinero sonrío como si esa historia ya se la hubieran dicho, pero se portó amable conmigo.



Entonces... Señora... ¿qué toma? Pues... un café... Señora, por si no se ha dado cuenta este es un bar. Si quiere un café vaya a la esquina de enfrente. Aquí se sirve alcohol. Bueno, tal vez una cuba no me haga daño. Como usted quiera.



¡Vaya! Nunca había probado una cuba Solo escuchaba que Alberto pedía esta bebida en las reuniones que teníamos de su trabajo, cuando íbamos al club o en alguna fiesta en navidad.



Todo aquello era un novedad para mí y mientras jugueteaba con el agitador me di cuenta que unos cuantos caballeros me veían de reojo.



Uno en especial, muy alto y de complexión mediana, un poco calvo y con una sonrisa.... me miraba atentamente, pero diferente a los demás. Yo me concentré en mi cuba, saboreando la palabra en su extensión, era un poco amargo, pero que más da, me hizo entrar en calor.



Después de mucho rato, el hombre casi calvo me hizo sonreír. Me sorprendí haciendo este gesto que a veces ni el mismo Alberto podía arrancar de mí. Me pareció su mirada tan sincera que no pude evitarlo. Finalmente se acercó y me preguntó qué estaba tomando. Cuba, ¿gustas sentarte? ¿Por qué dije eso?



Se llamaba Ernesto.



IX.

Ernesto no se parecía nada a Alberto, ni al tipo de hombres en los que soñaba algunas veces. Pero me hizo reír mucho.



No recuerdo la razón, pero me miraba mucho a los ojos, se maravillaba con mis historias, se reía de la cosas que le contaba y escuchaba muy atentamente cuando le platicaba las cosas que siempre quise hacer, pero no hice por haberme casado.



Ernesto hablaba con mucho entusiasmo, era increíble sentir como vivía su vida. Era tan libre. Tan diferente a Alberto. Amaba los museos, la historia de México y la naturaleza y yo amaba la música, los libros y el café. Y parecía que todo era perfecto. Nos complementábamos. No me sentía obligada a seguir aparentando que era “la Señora de... “.



Toda la noche me la pasé hablando y hablando y el pacientemente escuchando, interesándose más y más con cada palabra que pronunciaba y cómo la pronunciaba.



Admirándome, deseándome en secreto, dedicándome una sonrisa de vez en cuando.



Solo recuerdo que nos empezamos a besar y el cantinero me dedicó una mirada burlona.



Salimos del bar apresurados muchas horas después. Borrachos, riendo, cantando, felices.



Era como si toda la vida hubiera sido así. Y recé con todas mis fuerzas que se llamara Alberto y que fuera mi esposo y que tuviéramos dos hijos de cinco y ocho años.



Y pedí con todas mis fuerzas que me llevara a la cama y que nunca más tuviera que mirar al techo. Y me imaginé poder dormir sin ropa interior.



X.

Mi sensación placentera se desapareció en un momento. Horrorizada, miré por la ventana para respirar lo que ahora me estaba ahogando, apresando el pecho. Pero no encontré ningún alivio.



Me vestí como pude, de la forma más apresurada y torpe que alguien pueda imaginar. Me puse unos jeans viejos y una camisa de cuadros y fui a la cocina a pensar. Pero ¿que tenía que pensar?



Unos instantes después de darle un trago a un café frío lo vi parado bajo el marco de la recámara principal. Estaba desnudo. Lentamente camino hacia mí y me estrechó entre sus brazos. Sentí como su cuerpo desnudo y tibio se estremecía al abrazarme. Me dedicó una de sus sonrisas irresistibles y se puso a preparar café.



No sabía qué pensar, qué hacer, qué decir. Solo pude sonreír y dejar que buscara las tazas en las gavetas como si ya conociera donde estaban todas las cosas. Como si siempre hubiera estado ahí.



¿Qué te pasa Laura? Parece que no me conocieras. Me miras como si fuera un extraño ¿Te sientes bien? ¿Qué si me siento bien? ¿Quién eres tú? ¿Cómo que quien soy yo?



Laura, tenemos diez años de casados, no tenemos hijos, hoy es sábado, ayer nos emborrachamos en un bar, tenemos la inauguración de tu primera exposición de fotografía en una hora y ayer hicimos el amor de la forma más salvaje que te puedas imaginar.



¿Dónde está Alberto y donde están los niños? Amor, ¿otra vez tuviste ese sueño? Entiende que Alberto no existe, ni Felipito, ni el pequeño Alberto.



No tienes una suegra conflictiva porque mi madre murió hace años, a tu madre nadie la casó a la fuerza, además, no te gusta el yoga. A veces me siento tan celoso de ese hombre y de esa casa con la que sueñas, de esa vida que de ningún modo es para ti ¿Por qué todos los sábados me cuentas el mismo sueño?



No podía entender.



XI.

Vi alrededor y me percaté por primera vez en esa mañana que no había trabajos de costura en la sala. Qué las ventanas eran muy grandes y entraba mucha luz. Qué realmente no sabía de donde había sacado ese pantalón de mezclilla desgastado y esa camisa de cuadros que llevaba puesta.



Qué en la sala había fotografías en blanco y negro de iglesias que yo no conocía o al menos no reconocía en ese momento. Esa no era mi casa. Ese hombre no era mi marido. Afuera no estaba mi camioneta. No estaban los dibujos de los niños en el refrigerador.



Respire profundo.



Esa era mi vida.

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