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sábado, 5 de junio de 2010

El subte, Novelas de Amor



Llegué a la terminal de Retiro a las nueve de la noche y no tomé taxis ni remixes porque mi prima me había dicho que me pasearían por todo Buenos Aires. Caminé hasta la estación de trenes y busqué la entrada a la línea C de subterráneos. Aferré con fuerza mi cartera y la mochila que llevaba colgada del hombro para evitar que algún ladrón me las arrebatara. El hall era un hervidero de personas.



Yo tenía mi tarjeta magnética, de modo que me acomodé en la cola para acceder a los molinetes de entrada. Iría hasta Congreso, para lo cual debía hacer una combinación con la línea D en Diagonal Norte. A los empujones ingresé mi tarjeta en la ranura y accedí al andén plagado de gente. Como no era muy tarde, decidí esperar a que la mayoría abordara los primeros trenes para no viajar prensada entre cuerpos sudorosos.



Me senté en uno de los bancos dispuestos contra la pared de mayólicas y me distraje mirando a la multitud. Estaban alineados al borde del andén en triple o cuádruple fila. Yo no sé cómo aguantan los empujones los de la hilera de adelante para no precipitarse a las vías. A mí ni se me ocurriría. Ante mi vista había una parejita de adolescentes. Él llevaba un pantalón que parecía haber heredado de un abuelo robusto: ancho, demasiado largo, a punto de caerse de no ser por los pesados botines que le servían de freno.



La chica era delgadita y exhibía los colores del arcoíris en el pelo. Se abrazaban y besaban sin reparar en su alrededor. Parecía una larga despedida. Pero no. Cuando llegó el subte se abrieron paso entre la horda para apiñarse con el resto de los pasajeros. Todavía quedamos unos cuantos esperando. Había tiempo de sobra hasta las veintitrés en que dejaba de funcionar el servicio.



A los diez minutos arribó otro tren. Resolví dejarlo pasar y tomar el de las veintiuna y treinta. Tenía una hora y media por delante, lo suficiente para hacer la conexión con la D y llegar holgadamente a Congreso. Porque uno de mis temores recurrentes era la de quedar encerrada en la estación durante la noche. Los túneles me amedrentaban y disparaban mi fantasía.



Sobre todo después de que mi prima me contó lo del fantasma de la novia y del degollado del baño. Y los quejidos que se escuchan a las cinco de la mañana y a las once de la noche. Claro que esto pasaba en la línea A, pero uno nunca sabe. Para no pensar en pavadas, fijé la vista en un hombre que se paseaba impaciente por el borde. Se asomaba cada rato hacia el túnel como si pudiera acelerar la aparición del subte. Estaba vestido con traje y corbata a pesar del calor.





Debía ser un corredor de seguros por el maletín que portaba. Era joven y de buena apariencia, pero llevaba alianza. El sordo traqueteo del tren me hizo levantar y olvidar mis cavilaciones. Me acomodé detrás del supuesto corredor de seguros y subí al vagón que sólo tenía un asiento desocupado. Para mi sorpresa, él tuvo un gesto caballeresco y me cedió el lugar con un ademán. Le agradecí y me puse a contar las estaciones hasta Diagonal Norte. Eran pocas y llegamos rápido.



El joven también bajó allí y me precedió en la combinación. Aunque no habíamos cruzado ninguna palabra yo me sentía más tranquila fantaseando que no viajaba sola. Esta vez no dejé pasar ningún subte. Debía llegar hasta la punta y aunque sobraba tiempo tenía más de diez estaciones hasta mi destino. Mi compañero y yo pudimos sentarnos en el último vagón porque había varios asientos vacíos.



Viajaban una viejecita que sostenía sobre su falda una canasta con flores ajadas por el calor, un chico punk abarrotado de pirsin, una mujer elegantemente vestida y calzada, un anciano aferrado a su bastón de caña con puño de metal y una pareja con un niño de unos diez años a quien su madre sostenía del brazo mientras lo reprendía para que permaneciera sentado. Cuando llegamos a Palermo, la luz comenzó a opacarse y, antes de la próxima estación, se apagó del todo.



Aparte de mi exclamación de sorpresa –porque esta situación nunca la había imaginado- escuché la de otros pasajeros: ¡Dios nos ampare! (por la voz cascada, debía ser la viejecita), ¡madre! (creo que era el padre del niño revoltoso), ¡Qué sistema limado! (seguro el chico punk), ¿Tardará mucho en reponerse el servicio? (la mujer elegante), ¡Tranquilos!, ¡que enseguida volverá la luz! (éste debía ser mi supuesto acompañante, ya que era una voz que no conocía con la del viejo del bastón). El niño comenzó a llorar a los gritos y fueron vanas las palabras de sosiego que pronunciaba la madre.



El chasquido de un cachetazo (sin duda propinado por el padre) lo acalló. En otra circunstancia yo habría reaccionado con indignación; me parece una crueldad pegar a un niño asustado, pero bastante tenía con controlar mis nervios alterados. ¡Cómo querría no haber dejado de fumar! Me había desprendido hacía dos meses de un cartón de cigarrillos y del encendedor que tanta falta me hacía en ese momento.



¿Nadie tiene un encendedor, o una caja de fósforos?, pregunté esperanzada. No, no, no… fueron las respuestas. Desde el fondo del vagón fue creciendo una luz que antecedió a un guarda uniformado. El corte va a durar varias horas, dijo con tono neutro, Van a tener que caminar hasta Ministro Carranza. ¡Pero yo no sé cómo llegar después hasta Congreso!, exclamé desesperada. No te preocupes, yo voy al mismo destino, precisó la voz tranquilizadora del corredor de seguros.



El empleado de Metro vías ya estaba abriendo la puerta y nos instó a bajar. ¡Si vuelve la luz de golpe nos electrocutaremos!, lloriqueó la viejecita. No va a pasar nada, señora. Los carriles están desconectados, afirmó el guarda con impaciencia. Alumbrados por su linterna, bajamos ayudando a los ancianos. La caminata era lenta al ritmo de los dos viejos. Seguramente por eso parecíamos los únicos ocupantes del subte. Yo no perdía de vista a mi compañero, porque las sombras parecían contaminar en forma creciente el resplandor del foco que sostenía el guarda.



Creo que llegamos a la estación, dijo más tarde. Esperen hasta que abra la puerta del andén, y se alejó hacia el costado de las vías. La luz osciló hacia la izquierda hasta que el muro lateral de tinieblas la tragó. Mi mano buscó instintivamente la del joven del portafolio y se guareció en el seguro refugio de su puño. Ahora, hace una eternidad que el guarda se marchó. Ya no se oyen las protestas de los otros viajeros. Un ominoso clamor se expande desde el fondo del túnel. ¿No debería ocurrir en la línea A?







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