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sábado, 5 de junio de 2010

Alguien siempre está muriéndose, Novelas de Amor



TODA LA TARDE estuve pensando en Albina, en su mensaje escrito en la tarjeta, en la fotografía donde aparece con su pelo lleno de rulos y una gran sonrisa congelada en un tiempo en que parecía imposible que se pudiera olvidar. No sé bien qué me hizo añorar su existencia.



Lo cierto es que encontré su foto, su mechón de cabello, una cinta roja y una carta doblada dentro de una tarjeta, todo cuidadosamente guardado en un libro en cuya portada se podía ver todavía un paisaje de algún remoto lugar de Europa, lleno de castillos y puentes de madera.



Me había propuesto ordenar, después de mucho tiempo de abandono involuntario, toda mi colección de libros.



Y mientras ejecutaba esta tarea, entre estornudos por el polvo que se desprendía de los anaqueles y en medio de sorpresas inesperadas, sobre todo al recuperar textos que creía perdidos para siempre, fui a dar con el mensaje de Albina. Era un libro tan antiguo, tan ingenuo, que debí detener mi labor para dedicarle una especial atención.



Limpié con esmero la cubierta y brotó de nuevo la estampa formidable del castillo y los puentes de madera que se reproducían hasta perderse, más allá de una llanura extensa.



Abrí con sumo cuidado las páginas manchadas por el paso implacable del tiempo y de las lluvias cuando, como si fuera una mariposa desmayada, resbaló y cayó, zigzagueando, una tarjeta amarillenta con grandes letras doradas en su centro: Feliz Navidad.



Y detrás del saludo estaba el mensaje de Albina, con una letra de trazos caligráficos antiguos, tan característico de los colegios de monjas donde a las seis de la tarde y de manera implacable, todas las muchachas debían alzar la pluma, untarla en la tinta espesa y negra y con el cuidado más extremo, dejaban que el pulso se acostumbrara al deslizamiento de la pluma encima de la hoja blanca e inmaculada en donde debían escribir hasta cien veces frases tan extravagantes como “soy y seré una buena alumna” o la consabida oración de “amo a Dios, a mi familia y a mi Patria, por encima de cualquier cosa”.



Le sobrevino una ola de recuerdos agazapados que de un golpe le secó la garganta.



Vio a Albina, saliendo del colegio, llena de trenzas y con su vestido celeste lleno de encajes y botoncitos cristalinos, del brazo de su prima o siguiendo con desgano a la vieja sirvienta que, puntual e inexorablemente, acudía a su encuentro enfundada en un traje sastre que le marcaba su figura algo excedida en el peso.



La volvió a recordar caminando por el parque, fingiendo leer un libro y dando vueltas en círculos cada vez más alejada de su grupo familiar que la observaba suponiendo que estudiaba la odiosa lección de las declinaciones alemanas cuando en verdad ella levantaba coqueta sus ojos y los posaba en los suyos, indicándolo sin decir nada, la banca del parque donde debía esperarla con paciencia cada vez mayor, hasta que en un descuido de la sirvienta o en un pequeño recreo de los estudios, pudiera llegar hasta donde estaba yo y con un par de besos adolescentes y rebeldes, alborotara mi existencia hasta la otra tarde.



Por Albina olvidaba los horarios de clase y me saltaba el té junto a mis abuelos.



Por ella era capaz de pasar horas sentado en el duro banco del parque hasta que ella se pudiera escapar un par de minutos, depositara una flor entre mis dedos y me despeinara para luego desaparecer, dejando tras de sí un remolino de palomas, de hojas secas pisoteadas y ese exquisito aroma de su perfume flotando en el ambiente.



Una tarde fue todo diferente. Estaba tan absorto, tratando de verla aparecer que al principio no escuché los pasos ligeros de Albina, llegando desde el extremo opuesto del parque.



Sólo cuando sentí pronunciar mi nombre -de un modo extraño, totalmente diferente a como lo hacía a menudo- me di vuelta y quedé perplejo al verla tan demacrada y con su sonrisa ausente. Me voy -dijo- y en dos segundos entendí que algo demasiado importante me estaba sucediendo delante de esta chiquilla de grandes ojos negros y un pelo maravilloso que brillaba al sol. Me voy y creo que no voy a volver más -agregó y estoy viéndola estremecerse en mis brazos, dejando que las lágrimas fueran cayendo hasta que ya no podía seguir con el curso de las palabras.



Éramos tan niños entonces, Albina, tan niños y tan ingenuos. Tuve que hacer un esfuerzo inaudito para no llorar con ella, aspirando cada vez más rápido el aire frío de la tarde que, de pronto, se había tornado gris y amenazante para nosotros.



Efectivamente, dos o tres días después partió con su familia en un vehículo negro y reluciente, cargado de maletas.



Cuando el automóvil pasó delante de mi casa sólo atinó a levantar mecánicamente la mano derecha, simulando un adiós, y estoy casi seguro de haber visto su manita pequeña despidiéndose de mí, detrás de los vidrios, aunque bien pudo ser el reflejo del sol rebotando en los cristales.



La carta llegó tiempo después, casi cuando estaba acostumbrándose a su ausencia.



Traía un mechón su cabello, una fotografía adorable y una tarjeta sencilla, con motivos navideños y un mensaje enigmático: “algo siempre está muriéndose”, que a él le pareció inusual tratándose de una época en que supuestamente debía estar acompañada de los característicos deseos de Navidad y de inicio de un nuevo año, todo rematado con una cinta roja.



Me gusta recordarla de tarde en tarde.



Cuando lo hago la convierto en una sucesión de imágenes dispersas que, en el conjunto, se parecen a lo que era Albina esas tardes lejanas de nuestra adolescencia. Suelo repetir con cierta pedantería que es imposible pensar en ella como realmente fue. Porque cuando trato de armar su rostro, recordar sus movimientos, atesorar sus susurros y vislumbrar de nuevo el encanto de sus ojos negros nada se me viene a la mente. Por eso cuando logro evocarla está ella detenida, congelada para siempre, como en aquella foto tan vieja que se ha deslizado del libro.



También me gusta evocar ciertos detalles que aún recuerdo: por ejemplo que cuando ella estaba sentada en el banco del parque nunca hablamos de sus padres, de los míos, de dónde habíamos nacido o qué pensábamos del futuro.



Tampoco supe jamás si ella leía algo en particular, un verso, un cuento, una historia de amor imposible o acaso un relato escalofriante antes de apagar la luz para ingresar al mundo de los sueños.



Lo único que siempre retengo y evoco a la perfección son sus ojos grandes, mirando fijamente el horizonte, como queriendo abarcar más allá de la colina, mucho más lejos de donde la vista alcanzaba. A veces pasaban largos minutos y ella solamente estaba conmigo, pero nada más que eso: estaba.



Cuando me casé, muchos años después de la partida de Albina, no dejó de sorprenderme con una sensación creciente de abandono, de pérdida, como cuando se ha extraviado la ruta de nuestras pisadas y andamos a tienta, buscando un punto de apoyo.



Mi mujer solía respetar mis silencios y mis excentricidades -así las denominaba entonces- y nunca se quejaba de mis silencios ominosos, de mi humor cambiante o de mis largos períodos de sequía creativa, especialmente cuando se acercaba la Navidad y por más que tratara de escribir no lo lograba, salvo algunos garabatos inconexos que a mediados de enero solían ir directo a la basura, sin resistir siquiera una relectura.



Me fui acostumbrando cada vez más a soñar con Albina, me corrijo, con el recuerdo fragmentado de Albina, que se iba haciendo cada vez más débil, más lánguido, menos vívido hasta que de pronto pareció abandonarme para siempre.



Fue entonces una época de largos viaje, de caminatas y de descubrimientos con mi mujer, mis hijas y algunos amigos.



Apenas llegábamos de un lugar, empezábamos a hacer planes para el próximo viaje, como queriendo exorcizar de manera ciega algunos fantasmas que todavía merodeaban a nuestro alrededor y esa rutina un tanto exagerada marcó gran parte de mi vida, hasta que mi esposa enfermó de gravedad y se fue perdiendo entre la fiebre y los vómitos en una madrugada incierta en que debí asumir una soledad particularmente triste: sin mujer, sin hijas -ellas estaban radicadas de manera definitiva en España- y apenas con un par de álbumes de fotografías de mis nietos.



Una mañana, sin siquiera haberlo previsto, como suelen acontecer ciertos sucesos cuya naturaleza nadie espera explicar, regresé al parque en donde casi cincuenta años antes había estado con Albina por última vez.



Una poderosa sensación de angustia me sobreviene.



El sitio es mucho más pequeño que como lo recordaba y el magnífico jardín está convertido en una espesa mezcla de árboles, maleza y charcos dispersos. Lo único que ha sobrevivido en ese espacio son los bancos de piedra, casi olvidados en medio de la hojarasca grosera.



Me detuve a oler el aroma de las flores que logran sobrevivir al abandono, sentándome en el banco no sin dejar de experimentar una extraña sensación de estar repasando una lección alguna vez aprendida. Recorro el parque con la mirada, esperando acaso que aparezcas, muchacha exquisita, vestida entera de celeste, dejando que tus pies menudos pisen las hojas secas para producir ese sonido que me sigue fascinando.



Escucho que más allá juegan los niños del barrio, ladran los perros y algunos bocinazos me revelan que la ciudad sigue creciendo, horadando el corazón de este parque que se ha vuelto minúsculo y decadente. En eso estoy, poniendo los sentidos al límite mismo de sus posibilidades cuando desde el otro extremo siento y después veo que se acerca una mujer de edad indefinida, acompañada de algunos pequeños que apenas obedecen sus instrucciones de no correr, de no alejarse, de no mancharse los zapatos con el barro de los charcos.



Siento que un dolor muy fuerte me aprieta el pecho. Allá, a unos cuantos metros delante de mí, se ha detenido un instante una muchachita -doce, trece años- y cuando levanta la mirada veo los ojos de Albina, su pelo lleno de rulos, la sonrisa de antaño.



Una emoción indescriptible me sacude entero, me levanto casi de un salto y me acerco jadeando donde está la mujer, tratando infructuosamente de evitar que los niños corran, se dispersen, no se ensucien. La muchacha se aleja rumbo a un camino de piedras casi ocultas por el césped que crece sin control y cuando la nombro -¡Albina!- me sobreviene la angustiosa certeza de mi estupidez, la imposibilidad de lo que he pretendido capturar en este minuto mágico, corriendo detrás de una muchacha que sigue caminando por un sendero casi furtivo en este parque que huele a hierbas y enredaderas.



Una lluvia fina y limpia comienza a caer en goterones aislados primero, para después desatarse por completo sobre este paisaje suspendido en la memoria esquiva. ¡Albina! -insisto en gritar, casi riéndome de mi locura.



El agua de la lluvia me hace bien, me serena, me lava las lágrimas, me purifica y cuando empiezo a retroceder para regresar donde está la mujer, el grupo de chicos y el alboroto espectacular, la muchacha gira, sonríe y algo me responde, pero el ruido del entorno es ensordecedor y no alcanza a oír nada cuando ella desaparece como si nunca hubiese existido. Y el tiempo se me antoja como de pájaros multicolores.



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